MANUEL DEL CABRAL (EL CENTAVO)
El usurero era frío. Su silencio era cruel. Su casa sólo tenía un ruido: el oro de Sequia. Y una muda biografía: aquel centavo...
Pero Sequía inquiétose... Iba a ver el centavo diariamente. Y una mañana se despertó sorprendido. Encontró que la moneda tenía el doble de tamaño. Poco tiempo después, el centavo ya no cabía en sus manos, ni en la caja de hierro de su dueño.
Pero, ¿a quién comunicarle un hecho tan útil, tan valioso? Su dueño pensaba que aquello podría ser su gran mina de hierro.
Sin embargo, fue inútil el silencio de Sequía. El centavo, en un rápido y extraño crecimiento, cubría ya la habitación de su amo, amenazando rajar y derrumbar las paredes de la casa.
Desesperado, Sequía, hace astillas su silencio y, como un agua sin cauce, sale su grito en busca de caminos... La calle, hecha ojos, rodea al avaro; rodea su casa. En tanto, el centavo, en una desenfrenada hinchazón, derriba el caserón y, de súbito, invade el pueblo.
Mas los picapedreros, la dinamitas... todo ha resultado inútil; pues donde al centavo se le quita un pedazo, crece inmediatamente renovando lo perdido. La gente huye hacia el campo.
Se vuelven de metal calles y plazas. No queda hondonada, ni agujero, ni llanura. El centavo por minuto crece más y más. Ahora, su gran masa de cobre se desplaza hacia los fugitivos; por momentos, da la sensación de que aquella fuerza sin límites, es un instinto, un impulso premeditado y fugitivo, porque el centavo es un huracán de hierro, sin piedad...
Hombres y bestias huyen a la montaña. Y el mundo comienza a morir bajo aquella extraña mole.
Vegetación y agua han desaparecido.
De pronto, la poca humanidad que quedaba en tierra alta ve a Sequía andando sobre la gran moneda.
Y con las lágrimas que caía de la gente que estaba en las montañas, Sequía, el avaro, quitaba la sed...
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