FERMÍN TORO (UN ROMÁNTICO)


 El Valle, C.G. de Venezuela, Imperio español, 1806-Caracas-Venezuela, 1865
Fermín del Toro y Blanco fue un polìmata venezolano. Alcanzó relevancia como humanista, polìtico, diplomàtico, orador y docente, desempeñándose varias veces como Ministro Plenipotenciario de Venezuela, como Ministro de Hacienda de Venezuela en dos ocasiones y como Ministro de Relaciones Exteriores. Junto a su labor política y diplomática, destacan sus muy relevantes aportes a las letras y al pensamiento con títulos como Europa y América, Cuestión de imprenta y Los estudios filosóficos en Venezuela. Igual de notoria fue su obra de carácter politológico, destacándose en ella sus «Reflexiones sobre la Ley del 10 de abril de 1834», publicada en 1845. De igual valor fue su labor en el campo de la docencia y su colaboración literaria con los periódicos de la época. En 1842 publicó por entregas «Los Mártires», considerada como la primera novela producida en el paìs. Además de la misma escribió múltiples cuentos de entre los cuales sobresalen «La viuda de Corinto» y «La Sibila de los Andes», también se adentró en la narrativa costumbrista con obras como «Costumbres de Barullópolis», así como en la poesía. La fama de Fermín Toro como hombre de letras se debe primordialmente a sus ensayos políticos, a sus artículos periodísticos y a sus intervenciones como orador en el Congreso. Su importancia como orador, lo coloca a la vez en lugar primigenio dentro de la historia parlamentaria venezolana. El escritor español Pedro Grases lo incluyó a él dentro de un grupo de hombres notables a quienes llamó la generación de 1830. Otros personajes importantes de esa generación fueron Juan Vicente Gonzàlez, Juan Manuel Cagigal, Rafael Marìa Baralt, Valentìn Espinal, Luis D. Correa y Josè Antonio Maitìn. Esta generación tuvo un papel muy destacado dentro de la política y las letras venezolanas; a pesar de contar muchos de ellos únicamente con una formación autodidáctica como consecuencia de la guerra de independencia que asoló al país durante varios años. En 1842 Fermín Toro presidió la comisión encargada de preparar en Caracas las honras fúnebres a Simòn Bolìvar  con motivo del traslado de sus restos desde Colombia, convirtiéndose además en el cronista que narró el acontecimiento. De hecho en 1832, desde la Cámara de Diputados, Toro había sido el primer venezolano en solicitar la repatriación de los restos de El Libertador, cuando el nombre de aquel era aún anatema en el país. Fermín Toro murió en Caracas el 23 de Diciembre de 1865. Al enterarse de su muerte Juan Vicente Gonzàlezescribió una Meseniana donde lo califica como El último venezolano y se lamenta de su defunción.


Las once de la noche acababan de dar en el reloj de la Catedral, único reloj que da las horas en esta vasta ciudad; las calles estaban lóbregas y silenciosas; y sólo se descubrían de trecho en trecho algunos bultos de extraña forma: éstos eran los serenos que, con sus pesados capotones y sombreros de ala grande, asustan a los pasajeros.
Yo venía de la Trinidad, y al pasar por el puente de Catuche, vi una figura, que me pareció ser de hombre, reclinada en el borde y como a medio descolgarse. Esta situación me llamó la atención; acerquéme, y al favor de un rayo de la luna que en aquel momento se ponía, descubrí un joven de bella persona, algo desaliñado y con unas espesas y largas barbas, que le descendían hasta el pecho. Su mirar me pareció de demente o de un hombre en vísperas de suicidarse.
Creí, sin embargo, que no me eran desconocidas sus facciones; me acerco màs, y al reconocerle plenamente, no puedo menos de exclamar :
— ¡Mi amigo…!
Pero cuál fue mi sorpresa al ver que el joven, repeliéndome con una mano y poniéndose la otra en la frente, después de algunos momentos de pausa, me dice en tono sepulcral:
— ¿Qué pronuncias, desgraciado?
¡Amistad! funesto nombre
Con que la perfidia el hombre
Procura siempre ocultar.
Llámame traidor e impío,

Pérfido, ruin, insensato,
Llámame vil e ingrato,
Pero amigo, no, ¡jamás!
Figúrese cualquiera cómo me quedaría con este escopetazo; por de pronto no supe qué pensar de aquella salida tan fuera de camino; lo más natural era creer que a aquel pobre mozo se le habían vuelto los cascos; aunque lo de hablar en verso hacia inverosímil esta idea.
Ocurrióseme luego que podría ser un juego o burla que quería hacerme; y así procurando ponerme en el mismo tono, aunque, a decir verdad, poco se me entiende de chuladas, le dije:
— Pues, señor traidor, ya que no puedo llamarle amigo, hace algún tiempo que no nos vemos, es verdad; pero eso no es bastante para que deje de conocerle; con que vamos dejando el incógnito, venga un abrazo, y hablemos de papá, cuya amistad…
Pero el mozo no me dejó acabar; y por vida mía que me quedé estupefacto, al oírle decir, encarándoseme y echándome unas miradas diabólicas :
— ¡Mi padre!…. sin duda cómplice
Eres tú de aquel tirano,
Hombre feroz, inhumano,
Cuya vista quiero huir.
¡Mi padre! ¡Ay! no, asesino
No me canso de llamarle,
No me canso de execrarle
Y su yugo maldecir.
— ¡Válgame, Dios, señor! Si esta es una comedia, dije yo, sepa U. que es de las más pesadas que he visto. ¿Qué se le ha metido a U., mi amigo, en la cabeza? ¿Cree U. que por sus grandes barbas y sus más grandes necedades dejo de conocer a U. como el hijo de su padre y de su madre?
— ¡Mi madre!, exclamó en tono patético; la conociste, ¿hombre? Oye, pues, mis fatídicas palabras, oye un arcano, oye un misterio: herido por el rayo llevo una existencia maldita, los hombres me huyen, el abismo misino me repele… oye… oye…
Mujer que en tristes plegarias,
Al pie de una cruz, pedías
Alivio a las penas mías
Con maternal inquietud…
Mas ¡ay! que una duda horrenda
Sobre mi padre me vino:
¡Madre mía! es mi destino…
Yo dudé de tu virtud….
Bueno, bueno, dije yo, ya tenemos muy honrados al padre y a la madre. Hace muy pocos años que les conocí por buenos y virtuosos; pero ya según oigo a su hijo es gente que debe ir a galeras.
– Temo ya preguntar por el resto de la familia; tenia U. una linda hermana; pero calle, ¡no vaya a haberle sucedido lo que á los padres!
— Mi hermana!, me dijo entonces, tomándome una mano con expresión arrebatada. ¿Por qué te empeñas, hombre, en atormentarme? El dolor ha bebido mi sangre; pero tú quiebras mis huesos; déjame, no me devores; pon las uñas en mis pupilas y tus dientes en mi corazón; Pero… Pero…
En el regazo materno,
Inocente, pura y bella,
¡Ay! cuántas veces con ella
Reclinado me dormí,
Mas creciendo un fuego impuro…
Pero ¿qué digo?…. ¡Oh, tormento!
Hoy la triste en un convento
Sepultada ora por mí.
— ¡Sublime, mi amigo, sublime! Esta es la familia de Edipo, donde el incesto y el parricidio eran cosas familiares. Quedaos con Dios, pues, no sea que salga yo de aquí, pobre de mí, lo menos antropófago, ¡adiós!
— ¡Miserable!, me dijo dándome un furioso tirón por el cuello, ¿qué profieres?
De ese Dios que tú pregonas
Yo desmiento la existencia,
No hay crimen, no hay inocencia;
Es mentira la virtud…
¡Señor!, por piedad perdona
De mi mente el cruel delirio.
¡Dadme una cruz y el martirio
Para mi eterna salud!
Yo no pude ya aguantar. El tirón que me había dado por el cuello, me hizo perder la paciencia, arremetiendo con aquel figurón, iba ya a asirle por las barbas, cuando me dice con voz hueca y profunda:
—¡Yo soy un romántico!
Quedéme suspenso; nunca había yo oído aquel nombre, y así le dije, medio turbado:
—U. será, señor, de algùn orden de esos santos ermitaños que…
— Yo soy un romántico, repitió con voz todavía más formidable
Yo retrocedí aterrado, dejé en paz a aquel fantasma, y desde entonces tiemblo al oír nombrar un romántico.

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